UNA TEMPORADA EN EL “INFIERNO”: Siete razones para (no) leer a Bret Easton Ellis

1. El “infierno” de Bret Easton Ellis se llama literatura. No tiene otro nombre. Me explicaré. El escritor con apellido de isla de acogida de inmigrantes es una maldición o una pesadilla hasta para sí mismo. La prueba de que un exceso de conciencia, o un defecto de ella, según se mire, es la garantía de un talento capaz de penetrar en los entresijos infernales y paradisíacos al mismo tiempo de un modo de vida y una clase social y un estado de civilización y un interminable y ruidoso fin de fiesta para toda una cultura y una mentalidad.

2. Ellis puede ser muchas cosas, no todas malas. Si hacemos caso a sus novelas y a la leyenda urbana alimentada por su exhibicionismo narcisista, es un perfecto espécimen de hijo de papá y de mamá nacido en uno de los medios más privilegiados de la privilegiada América protestante y blanca: Los Ángeles, la metrópoli del cine y la música y los negocios multimillonarios. Como cuenta en «Lunar Park», su padre se hizo millonario vendiendo propiedades inmobiliarias y perdió el equilibrio mental y con él a su familia. A tal punto llegaron sus abusos que Ellis lo escogió como modelo para el ejecutivo psicópata de «American Psycho». La figura del padre freudiano, despótico, demente, alcohólico y derrochador, puso en contacto a la familia con un mundo oscuro y peligroso cuya lección más amarga la supo explotar Ellis al hacerse novelista: “el mundo carece de coherencia, y dentro de ese caos la gente está condenada al fracaso”.

3. Como evidencia el título de su cuarto libro, Ellis es un delator o un confidente, un esquizofrénico infiltrado en una clase social de cuyos increíbles privilegios aprendió a disfrutar en su infancia para verlos amenazados en la adolescencia y la primera juventud y consolidarlos sólo gracias al éxito inesperado de su primera novela, esa «Menos que cero» que multiplicó, con ironía capitalista, el número de ceros a colocar a la derecha de su saldo en distintas cuentas corrientes y tarjetas de crédito. Con sólo veintiún años logró poner orden literario en el caos de su vida afectiva y mental y extraer de ahí una novela generacional que acababa de golpe con todos los mitos y la propaganda generada por la revolución conservadora de Reagan.

4. Unos pensaron que era una fiesta de la ironía y el sarcasmo, un ceremonial de crítica social corrosiva, tan efectivo como un litro de ácido arrojado a la cara de la clase dominante. Otros, frotándose las manos con impaciencia, que sólo era una prueba flagrante de la degeneración cultural americana. En realidad, como la madurez artística de Ellis demuestra, el éxito era el modo más coherente y certero, para un sujeto privilegiado como él, de conquistar aún más espacios de lujo y fama y riqueza fustigando de cara a la galería la falta de valores y la mediocridad de ese mundo adinerado. A juzgar por el caso Ellis, desnudar vicios privados en público, exhibiendo a la par una fotogenia impecable en la promoción de los libros, se revelaría, desde luego, como una estrategia publicitaria infalible para incrementar el patrimonio y las relaciones exclusivas.

5. En esa perversa relación con su clase de origen, esa “doblez” de Ellis, éste se mostraría como un heredero singular de Sade. Sí, Sade. No la cantante, no, sino el infame aristócrata que pintó los vicios más acreditados del estamento nobiliario con los colores más chillones del infierno. Y es que Ellis, como un Sade sonriente y malicioso de la “Generación X”, destaca también por su estilizada e ingeniosa manera de abordar la violencia y la crueldad como lógica corrupta de las relaciones de poder en el interior de un determinado medio social. Pero Ellis, como no podía ser menos, es un avanzado hijo de su tiempo y sabe que los colores del “infierno” deben adaptarse a las modas de temporada y adquirirse en lujosas tiendas de Melrose o Westwood o Wilshire y, si se prefiere “customizarlos” para que nadie más pueda presumir ni disfrutar de sus texturas y tonos, contratar a un decorador artístico que los diseñe e instale mientras uno toma el sol en la playa de Malibu o al borde de la piscina en una villa de Beverly Hills o Palm Springs, o participa en la enésima fiesta de estreno cinematográfico con estrellas o la inauguración de una sonada exposición en una galería selecta o una discoteca VIP en Nueva York. Si Ellis, en suma, no estuviera enamorado, a la manera distante y cínica del precursor Andy Warhol, de ese “infierno” estupefaciente y decorativo en el que vive, no podría comunicarnos con tanta persuasión como insolencia las razones más entrañables para odiarlo.

6. La grandeza de la literatura de Ellis, por tanto, es inversamente proporcional a la simpatía que pueda suscitar la personalidad de su autor. Así que la ambigüedad de su gesto, esa frialdad mundana o esa negatividad aséptica con que los narradores de Ellis seducen y asquean al lector arrastrándolo a su mundo de obsesiones y fascinaciones banales, belleza y abyección, glamour y horror, paranoia y estupor, constituye uno de los indudables encantos de sus novelas. Sería imposible escribir sobre la celebridad y la fama y las apoteósicas imágenes que las difunden por todos los medios con la artificiosa naturalidad y el desbordante realismo de síntesis con que Ellis lo hace en todas sus novelas sin conocer íntimamente cómo se urden a diario sus orgías publicitarias y cuál es el código maestro con que ese mundo suele regular el juego promocional de sus rutinas, negocios y placeres. En «Lunar Park» se expresa esto con una lucidez devastadora: “La celebridad era una vida vivida en clave –un lugar donde tienes que descifrar constantemente lo que la gente quería de ti, donde el terreno era resbaladizo y un mundo donde finalmente siempre has tomado la decisión equivocada”.

7. El designio principal de su paradójico proyecto literario consiste, de ese modo, en sostener una estética narrativa próxima al realismo en un período histórico donde la vida y la cultura, como ilustra «Glamourama», se han vuelto enteramente mediáticas y espectaculares. En este contexto, la narrativa de Ellis funciona como fármaco de doble acción. Podrá intoxicar, sin duda, a las víctimas compulsivas de la moda y el famoseo, o a los que sueñan con convertirse en protagonistas de la sociedad del espectáculo, deseosos de perseverar en sus carreras hacia el estrellato definitivo. A todos los demás, parias que padecen las secuelas de vivir esta vida mediagénica sin escapatoria aparente, les aportará la dosis mínima de venganza y desengaño con que consolarse por un tiempo de no ser ni tan ricos ni tan guapos en un mundo que idolatra a los que sí lo son. Es la ley del medio mayoritario. La que tiene enganchada a la clase media a falta de mitologías más creíbles.

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LAS REGLAS DEL JUEGO: Biblioteca básica

«Menos que cero» (1985). El deslumbrante debut. Ellis se convierte de la noche a la mañana en una celebridad mediática y, por si fuera poco, en millonario. Cualquier novela sobre jóvenes alienados en el entorno familiar o social a pesar de su opulencia material palidece al lado de esta crónica desapasionada de un descenso a los infiernos de la vida urbana en plena era Reagan. El relato del final de la adolescencia de una pandilla de pijos angelinos y sus amorales ritos de afirmación de clase. Mucho más autobiográfica de lo que parece, se trata de la primera novela protagonizada por maniquíes de escaparate, sólo pendientes de una nueva dosis de droga o una renovación estética duradera o una última adquisición de ropa de marca para sentirse vivos. La literatura y la vida compartiendo las mismas reglas confusas, según reza el epígrafe anónimo inscrito al comienzo como un grafiti: “Este es el juego que cambia cuando lo juegas”. La tumultuosa vida o “movida” de los ochenta no ha encontrado mejor cronista de su degeneración.

«Las leyes de la atracción» (1987). Un paso adelante en la descripción del nihilismo cosmético de toda una generación. Más fama y más dinero para su autor. Una sofisticada comedia de equívocos sexuales y sentimentales ambientada en el campus de una universidad imaginaria de New Hampshire donde los tres protagonistas (Sean, Paul y Lauren) persiguen a ciegas el placer, la compañía, el amor o el olvido. Todo el mundo sabe que la experiencia universitaria americana es, sobre todo, una oportunidad para experimentar en grado máximo los desmadres que la vida posterior irá restringiendo por motivos familiares, profesionales o sanitarios. Ellis extrema con humor negro esta premisa existencial y se ve obligado a recurrir a escenas imaginarias, vivencias ambiguas, monólogos dementes y un principio y un final abruptos para mimetizar las vidas a la deriva de sus descarriados personajes.

«American Psycho» (1991). Con esta novela llegó el escándalo a su vida de triunfador. El componente sensacionalista que le faltaba para completar el lote. Había metido el dedo en la llaga de la América finisecular y recibió los ataques más terribles. Para las feministas, se trataba de la novela más misógina de la historia. Para moralistas de variado signo político, de la más repulsiva. En el fondo, la historia interminable de Patrick Bateman, el psicópata locuaz que narra con minuciosidad forense sus absurdos días como ejecutivo de una corporación neoyorquina y sus espantosas noches como ejecutor de hombres y, con especial saña, de mujeres, es un cuento de enorme crueldad descriptiva y un indudable trasfondo moral y político. Una gran alegoría sobre el funcionamiento y la descomposición de un sistema socioeconómico y sus secuelas mentales en la vida privada y en la pública.

«Los confidentes» (1994). Tras «American Psycho» era imposible que Ellis pudiera producir una obra nueva. Sin embargo, rescató un puñado de textos escritos en la misma época de «Menos que cero» y montó con ellos esta espléndida novela disfrazada de libro de relatos sobre un período ya muerto de su vida. La pluralidad de narradores y la presencia de sexo perverso y asesinatos truculentos y personajes vampíricos la convertirían en una combinación remasterizada de todas sus ficciones anteriores. La modelo promiscua y enferma de sida que, tras contagiar a todos, consume sus días en la playa soñando con que el sol la sanará es una de las más potentes metáforas concebidas por Ellis sobre la decadencia de un mundo y el envejecimiento moral y físico de sus privilegiados habitantes y su deseo de desaparecer. El ocaso de los ochenta escenificado como una “ronda” infernal de sexo enfermizo y muerte segura.

«Glamourama» (1999). Una obra maestra de lectura obligatoria para entender el régimen espectacular dominante en nuestras sociedades. Ellis alcanza la excelencia narrativa al tiempo que se sumerge sin filtros morales en el mundo divinizado del glamour, la moda y la celebridad. Imaginemos el rodaje de una película donde modelos publicitarios de ambos sexos organicen una orgía mundial de atentados terroristas a fin de imponer la belleza como alternativa radical al mal gusto generalizado de la clase media. Eso es, en un cierto nivel, «Glamourama»: una perversa trama de ficción que vuelve análogos, en su escenificación fílmica en la mente de Victor Ward, su aturdido protagonista, el desfile de modas y el atentado terrorista, las últimas colecciones de temporada y la masacre indiscriminada de ciudadanos, la alta costura y el alto coste en vidas humanas. Esta novela magistral representaría el triunfo de la voluntad estética como voluntad de poder y exterminio de quien se deja seducir por la promesa de belleza inconsecuente y felicidad narcótica del sistema. La seducción de la belleza absoluta como reverso de la muerte individual y la destrucción colectiva. Nunca Ellis se acercó tanto a las categorías literarias de DeLillo: el mal surgiendo de la banalidad de la vida cotidiana como subproducto ineludible de la sociedad del espectáculo y el funcionamiento del capitalismo y el consumo globalizado.

«Lunar Park» (2005). Por una vez, Ellis hace de Ellis, aunque se hace llamar “Bret”, y este juego exhibicionista con la propia imagen del autor no podía resultar más terrorífico. Un grotesco escenario poblado de fantasmas privados y espectros públicos, inquietantes acosos y misteriosas desapariciones, sensaciones de pánico post 11-S y catástrofes inminentes, que satiriza sin compasión un período especialmente traumático de la historia americana. Para resolver sus problemas mentales con el fantasma del padre, Ellis necesitará crearse un simulacro de vida familiar donde ejercer como marido y padre desquiciado, pero también mostrar la complicidad del escritor y su lugar problemático y marginal, a pesar de la fama mediática y el dinero, en la realidad contemporánea. En suma, una gran novela política.

«Suites imperiales» (2010). Tras adentrarse en los turbulentos mundos de los ejecutivos y los modelos a través de los asesinatos en serie y el terrorismo “fashion” ya era hora de que Ellis se atreviera con Hollywood, la mítica factoría de sueños masivos, sin abandonar ninguna de sus constantes estilísticas y estéticas. «Suites imperiales» no existiría quizá si Ellis no hubiera escrito con anterioridad el guión de «The informers», adaptación cinematográfica de su homónima serie de relatos. A nadie que haya visto esta fallida película se le escaparán las perturbadoras relaciones entre la historia real de su producción y la ficción de esta novela ambientada en el mundo del cine. En cualquier caso, Ellis ratifica con esta obra menor su condición de gran novelista de costumbres de este tiempo o destiempo mediático.

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HOLLYWOOD CONFIDENCIAL

Todos los que piensan que Hollywood es una subsede del infierno encontrarán en esta novela[i] argumentos sobrados para cerrar los ojos y dormirse con toda tranquilidad. Todos los que piensan que Hollywood es, por el contrario, una franquicia del paraíso instalada en un suburbio imaginario de una ciudad real hallarán en esta novela motivos suficientes para permanecer insomnes, atentos a la próxima novedad cinematográfica aparecida en las pantallas ubicuas.

Para todos los que piensan, en cambio, que Hollywood no es otra cosa que una alegoría cifrada del mundo contemporáneo, un condensado de sus siniestras redes y ritos de poder, valores dominantes, mitos banales y mecanismos económicos, la aparición de esta espléndida novela de Ellis no puede sino constituir un acontecimiento. Sobre todo porque el escáner íntimo que nos proporciona del cerebro artificial que controla esa máquina superproductora de ideología mayoritaria es tan devastador como sarcástico. Es hora, por tanto, de deshacerse de todo lo que creíamos haber aprendido leyendo Hollywood Babilonia del cineasta Kenneth Anger, hijo resentido del Hollywood mítico. Suites imperiales logra trasladar al presente todos los hallazgos de la Dalia Negra de Ellroy o el Mulholland Drive de Lynch para que su visión se parezca más a un fotomontaje sulfúreo de instantáneas nocturnas de la meca del cine industrial que a una tarjeta postal turística, llena de palmeras de plástico, rascacielos de cristal y paisajes urbanos radiantes.

Para un observador atento, sin embargo, el origen paradójico de Suites imperiales se sitúa en un lugar indefinido entre la ficción y la realidad: entre una novela y dos películas, o, más exactamente, entre la ficción de Menos que cero, célebre primera novela de Ellis, y su adocenada versión fílmica (como se dice aquí de ella: “la película solo era una mentira adornada”), y la realidad de una segunda película basada en su único libro de relatos (The Informers/Los confidentes). El narrador y protagonista de Suites imperiales es el mismo Clay (“el chico que nunca entendió cómo funcionaba nada”) que relataba, veinticinco años antes, el final de la adolescencia de un grupo de pijos angelinos y sus amorales rituales de autoafirmación de clase. Con la excusa de participar como productor en el casting de una película en la que es también el guionista, Clay regresa ahora a Los Ángeles tras una turbulenta estancia neoyorquina para enfrentarse a sus fantasmas vitales y, sobre todo, a un mundo sobrecargado de años, estragos y vicios.

En esta perversa secuela, Clay vuelve también para ajustar las cuentas al autor de la novela iniciática de sus desengaños juveniles y proporcionar, de paso, una lúcida reflexión sobre ésta: “había voceado nuestros fracasos secretos al mundo entero, escenificando la indiferencia juvenil, el nihilismo deslumbrante, infundiendo glamour al horror de todo ello”. Es irónico que un comentario de Clay juzgue ese rasgo crítico de Menos que cero como “sorprendentemente conservador pese a su aparente inmoralidad”. A estas alturas, Ellis pretendería transmitir así, a través de su manipulable marioneta narrativa, su resistencia a asumir sin ambigüedad el papel de moralista contemporáneo que algunos críticos se empeñan aún en atribuirle.

Esa fórmula infalible (glamour + horror) es la más perfecta descripción de la mercancía literaria de marca “Ellis” y vale lo mismo para este dúo de novelas que para su magistral trilogía anterior (American Psycho, Glamourama y Lunar Park). En este caso, el glamour de la historia lo pone, en primer lugar, una bella actriz principiante llamada Rain Turner que, pese a su incompetencia artística, llega a obsesionar a Clay hasta la locura. Y además las fiestas interminables donde ese mundo de lujo y voluptuosidad se exhibe en su plenitud, con actores y actrices de una mórbida delgadez que se prostituyen sin problemas a la espera de que sus carreras arranquen de una vez, productores voraces, camellos ambiciosos, mafiosos inversores, directores ególatras y guionistas despreciables. De hecho, el psicodrama de sus relaciones fatales con la rubia Rain acaba para Clay, como en un remake imprevisto de Le Mépris de Godard, con una sentencia cruel que le revela la verdad de su carencia de poder y su insignificancia en el mecanismo hollywoodiense y la imposibilidad de su amor: “Porque tú solo eres el escritor”.

Como ya pasaba en Lunar Park, el horror de la historia procede tanto de ese descubrimiento traumático que reduce a menos que cero la importancia social del narrador como de la conspiración paranoica que lo prefigura, con sus tramas criminales, persecuciones automovilísticas, mensajes amenazantes y vigilancia doméstica, como un escenario mental patológico. Con todo, los asesinatos y los secuestros y las torturas abundan en ese mundo sofisticado donde, como sabemos, la violencia extrema es el negocio y el espectáculo por otros medios.

A cualquiera que, antes o después de leer Suites imperiales, haya visto la cinta inédita The informers, donde Ellis era el guionista que adaptaba su homónima serie de relatos y actuaba además de productor ejecutivo, no se le escaparán las relaciones perturbadoras entre la realidad y la ficción. Suites imperiales no existiría quizá si Ellis no hubiera escrito y producido con anterioridad esa película parcialmente fallida. Cabe sospechar incluso que detrás del espejismo de belleza de la actriz imaginaria Rain Turner (inequívoco homenaje nominal a la femme fatale Kathleen Turner de Fuego en el cuerpo) se oculte la vertiginosa sima real de la fascinante Amber Heard (ver foto), fan declarada de Ellis.

En este bucle de la ficción consigo misma y con la realidad inmediata, enlazando su primera novela con las experiencias cinematográficas más recientes e intensas de la vida de su autor, vuelve Ellis a ratificar su condición de gran novelista de nuestro mediagénico tiempo.


[i] Bret Easton Ellis, Suites imperiales, Mondadori, 2010.

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EL HORROR SEGÚN BRET EASTON ELLIS

Como en las tragedias griegas o en el reciente cine de terror japonés, en el corazón de esta novela[i] anida un trauma familiar, un nudo genealógico que se niega a desenredarse sin derramar más sangre. Como algunas novelas de Stephen King, Lunar Park está poblada de presencias inquietantes, fijaciones psicopatológicas y hechos sobrenaturales. Como en Hamlet o La tempestad de Shakespeare, con los que mantiene estrechas relaciones más allá de lo confesable por un autor excluido del “canon occidental”, el contacto escatológico entre un padre y un hijo vertebra la dramática historia de este ajuste de cuentas con la vida familiar y social que adopta la apariencia de una mascarada fantasmagórica y siniestra.

A pesar de todo, se trata de una novela de Bret Easton Ellis y, por tanto, de una ficción contemporánea repleta de ironía solapada: la misma ironía provocativa que condujo hace años al formidable escándalo de American Psycho, que junto con Glamourama y Lunar Park completa una trilogía imprescindible sobre la turbulenta vida americana de las últimas décadas.

Desde la hermosa metáfora del título, Lunar Park se propone como una novela encerrada en su propio proyecto narrativo, cuyo primer capítulo se titula, no por casualidad, “Los principios”, y el último, no sin ambigüedad, “Los finales”. En el primero, un apasionante recuento de la carrera literaria de Ellis, se combinan todos los componentes, reales o imaginarios, de la novela: autobiografía descarnada de un autor de éxito abrumador, análisis clínico de las relaciones familiares y la vida desenfrenada (drogas, sexo y otros excesos) de la nueva celebridad literaria, el noviazgo con una actriz de segunda fila llamada Jayne Dennis, la decisión tardía de casarse con ella, ocuparse finalmente del hijo de ambos y trasladarse a vivir a una lujosa zona residencial, etc.

En el último, escalofriante epílogo a un desenlace terrible, tras sufrir a lo largo de la trama la persecución del fantasma encolerizado del padre (modelo declarado del ejecutivo psicópata de American Psycho) y los desencuentros sistemáticos con su hijo, “Bret” logra atar de una vez todos los cabos vitales ofreciendo descanso ritual al padre muerto (memorable la escena anterior en que el narrador asistía a su extraña muerte mediante un archivo descargado de Internet) y posibilidad de reconciliación al hijo huido (como tantos otros niños de la urbanización donde habitan) de una vida insoportable a una Neverland que representaría una nueva forma de orfandad a la intemperie.

El logro literario de Lunar Park surge, precisamente, cuando Ellis decide no seguir escribiendo una novela sobre un escritor de nombre distinto y comienza a escribir esta novela especular y lunática sobre un escritor que se llama como él, ha publicado los mismos libros con el mismo éxito y comparte muchos de sus rasgos y obsesiones. Como no podía ser de otro modo, gran parte de lo que Ellis cuenta sobre la atolondrada figura de este escritor homónimo (enzarzado en la redacción de una novela pornográfica y atraído sexualmente por la alumna más brillante del taller de escritura creativa que imparte en una universidad local) es pura ficción. Un caso de suprema simulación. Lunar Park es, en este sentido, un paradigma desaforado de lo que se ha denominado “autoficción”, esto es, un procedimiento literario donde el nombre y la identidad del autor son sumergidos en un contexto pleno de ficción y desfigurados por las condiciones de esa nueva dimensión imaginaria.

La incisiva ironía de la novela reside, por tanto, en el modo convincente en que Ellis emplea un tono de verídico dramatismo para referir acontecimientos biográficos rigurosamente inventados. La narración subjetiva sigue con humor inexpresivo los pasos de este escritor en fuga de sí mismo que tras padecer las secuelas del éxito excesivo decide refugiarse en lo que llamaríamos una “vida normal”. Pronto esa “vida normal” se torna aberrante, un suerte de infierno doméstico donde los fantasmas del pasado, la asfixia conyugal y la claustrofobia familiar se apoderan progresivamente de la mente del narrador, trastornan las categorías con que podría dar cuenta de su perturbadora experiencia, dando otra vuelta de tuerca a la ficción, y le fuerzan a recurrir al registro paródico, cargado de espectaculares efectismos y exageraciones monstruosas, de la literatura y, sobre todo, el cine de terror.

Al final, “Bret” vuelve a vivir en Los Ángeles y Nueva York en compañía de un joven escultor en lo que se podría entender, de ser cierto, como un outing premeditado, aunque de este narrador escasamente fiable no debería creerse nada, tal es el grado de desconfianza que consigue deslizar en todo atisbo de sinceridad u honestidad, efecto derivado de su diestro manejo de la persuasión retórica. Para añadir más confusión, la editorial americana mantiene un portal en Internet donde la traumática esquizofrenia del escritor de la ficción se redobla a través de una doble promoción que postula la cualidad de simulacro comercial del escritor y enfrenta al Bret Easton Ellis “real” con el Bret Easton Ellis “imaginario” a través de entrevistas e informaciones que diluyen una vez más la frontera entre lo auténtico y lo simulado e implican la estrategia publicitaria en el mundo de la ficción.

En correlación con esta dimensión privada de la novela, Lunar Park describe un escenario colectivo demencial donde los ataques terroristas se suceden mensualmente mientras la población huye aterrorizada de las grandes ciudades y se refugia en zonas residenciales, exploradas por Ellis con ácida perspectiva como enclaves cotidianos del horror menos confesable. Lunar Park se constituye así en una sátira disimulada de la normativa vida norteamericana del nuevo siglo e induce en el lector la firme sospecha de que el pánico o la sensación de catástrofe inminente que atenazan a esta cultura, fundados o no en hechos reales, son subproductos patológicos del modo de vida dominante, sancionado por el poder en ejercicio.

Para perfilar el grotesco cuadro esbozado en sus novelas anteriores, Ellis debía dar este paso definitivo: salir a la escena pública y mostrar en toda su crudeza la complicidad del escritor y su lugar problemático y marginal, a pesar de la fama mediática y el dinero, en la realidad americana. Con lo que esta novela centrada en la intimidad y la privacidad, baluartes sagrados del ideario nacional, y, por tanto, inofensiva o banalmente apolítica según algunos críticos desorientados, se transformaría paradójicamente en una de las grandes novelas políticas de los últimos años al atreverse a designar la raíz endémica del mal que aqueja a esta sociedad. El terror está garantizado.


[i] Bret Easton Ellis, Lunar Park, Mondadori, 2006.

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EL ARCHIVO EXPIATORIO

En un libro anterior, escrito, precisamente, en elogio de los intelectuales, denunciaba Bernard-Henri Lévy el “descrédito sin precedentes que afecta al concepto de elite”. Como si la disciplina igualitaria de la democracia fuera una apisonadora de diferencias y clases. Hasta donde se sabe, nadie en esta sociedad tiene demasiados problemas ideológicos con ninguna elite siempre que ésta sea económica o deportiva, musical o clerical. La jerarquía se aviene bien con el ideario dominante siempre y cuando no perturbe esa “versión oficial” de la que habla aquí Michel Houellebecq y que se reduce a esto: “todo va bien, va cada vez mejor, y los únicos que se obstinan en negarlo son algunos neuróticos nihilistas”[i].

En cierto modo, los intelectuales más que una elite neurasténica constituyen una casta paradójica de la que, en la sociedad democrática, depende la libertad de todos. Una casta organizada alrededor de privilegios como la libertad de opinión y el ejercicio de la inteligencia de los que otros son excluidos por sistema. La libertad, en todo caso, de perseguir sus obsesiones e interpretaciones de la realidad hasta la locura y el error si es necesario. De hecho, muchos mandarines de la cultura se han extraviado, a lo largo de la historia, en cualquiera de esas dos vías y a veces en las dos, confundiendo la realidad con el deseo, la utopía con la pesadilla y la felicidad con el crimen.

Tal vez por eso Lévy y Houellebecq se presenten en este espléndido libro, conforme a la imagen que proyectan sus peores enemigos, con toda la modestia de una pareja de impresentables, dos naderías charlatanas que dedican demasiado tiempo a discutir sobre cuestiones vacuas que sus congéneres hace tiempo dieron por resueltas. Con toda la vanidad y la arrogancia, también, de sentirse herederos de una gran tradición intelectual y artística, de saberse en el fondo partícipes de una empresa secular que les supera.

No por casualidad, el punto de coincidencia de ambos es Baudelaire: la figura de este gigante genial y sombrío concita las mayores afinidades y los mayores elogios. La génesis de este intenso monólogo a dos voces se encuentra, pues, en ese “olor de linchamiento” que evocan al comienzo como justificación de su alianza contranatura[ii]. Y es en Baudelaire, sobre todo, y en su agudo conocimiento del mal básico de la especie, donde estos chivos expiatorios de última generación encuentran la “fuerza de agresión” suficiente para oponerse a la jauría humana coaligada contra toda forma de inteligencia que no respete los ídolos masivos.

No obstante, la estrategia performativa del libro es digna de una comedia de situación. Como en ésta, nuestros locuaces interlocutores se sitúan al principio en el nivel ínfimo del aprecio y la valoración, asumiendo el papel de víctima persecutoria y algo quejica. Al final, tras los avatares de su intercambio postal o electrónico, los vemos alzarse como héroes tragicómicos en la soledad del escenario universal, armados de un “pathos” filosófico y literario que resulta igualmente conmovedor y convincente. La eficacia dialéctica del artificio radica en el modo en que un novelista incisivo confrontado a un intelectual mediático logra extraer de éste un alto coeficiente de verdad expresiva, y, al mismo tiempo, el más telegénico fuerza al misántropo a exhibirse sin tapujos ante sus semejantes, abandonando toda ingenuidad moral. Así, el pensamiento y la escritura aparecen como lo que son en realidad: atributos de los que no tienen atributos ni poder, cualidades de los “sin cualidades”.

Este libro surge, por tanto, como una reivindicación inteligente en un momento de crisis en la historia occidental, donde los mecanismos del capitalismo espectacular han suplantado la figura incómoda del intelectual y su discurso crítico por el sucedáneo del periodista o el comentarista profesional[iii]. Una presencia pública más aceptable para el poder que un Michel Foucault, pongo por caso, quien, en una entrevista con Lévy hace muchos años, anunciaba ya el programa filosófico idóneo para una era acéfala y conformista como ésta: “Sueño con el intelectual destructor de evidencias y universalismos, el que señala e indica en las inercias y las sujeciones del presente los puntos débiles, las aperturas, las líneas de fuerza, el que se desplaza incesantemente y no sabe a ciencia cierta dónde estará ni qué pensará mañana, pues tiene toda su atención centrada en el presente”.

Algo de todo esto se afirma, contra corriente, en este polémico epistolario.


[i] Michel Houellebecq y Bernard-Henri Lévy, Enemigos públicos, Anagrama, 2010, pág. 318.

[ii] Quizá por eso, en su nueva novela, La carte et le territoire, otra sátira implacable del mundo espectacular recién aparecida en Francia, Michel Houellebecq sea “salvajemente asesinado”. El grotesco análisis de las circunstancias del crimen no tiene nada que envidiar a los de la teleserie CSI excepto por la alegoría que representa el cadáver decapitado de Houellebecq, hecho picadillo y devorado por las moscas.

[iii] El caso español es especialmente flagrante en el contexto europeo (de Estados Unidos más vale ni hablar). Los intelectuales y escritores, cuya presencia fue fundamental, como garantes de la legitimidad del proceso, en los años de la transición y las dos primeras legislaturas socialistas, e incluso en los vaivenes bipartidistas de los noventa, han sido barridos de los medios masivos (televisión y radio) en esta última década con una eficacia digna de un pogrom en favor de la presencia abusiva de “periodistas” a sueldo de los diversos poderes, sean mediáticos, gubernamentales o partidistas. Esto explica no sólo la vergonzante pobreza de los debates públicos y la machacona opinión reiterada de tertulia en tertulia por los mismos invitados, como consigna de inclusión y permanencia en ellas, sino la alarmante expansión del conformismo intelectual y estético en todos los demás ámbitos.

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ZONA CERO

[Reproduzco este fragmento de mi novela Providence. Quien habla es Álex Franco, no yo, pero sus reflexiones me interesan. Él vivió la celebración del quinto aniversario de los atentados inmerso en el mundo americano y escribió estas páginas en su “Diario” al calor mediático y político de dicha celebración. Yo no. Yo estaba de viaje en ese momento, muy alejado del imperio, en un país musulmán como Marruecos. Al volver a los Estados Unidos unos días después tuve los problemas más graves que he tenido nunca en un aeropuerto, americano o no. En parte, esa experiencia la recogí en Providence. En parte, achaco esa desagradable experiencia a los sellos policiales marroquíes que decoraban ciertas páginas de mi pasaporte. Detesto la quema de libros, incluso de aquellos en cuyo nombre se han cometido tantos crímenes a lo largo de la historia. Pero también detesto que algunos libros conquisten la condición de sagrados para sus seguidores arrastrándolos a derramar ríos de sangre con los que saciar la sed de sus dioses y abonar sus creencias fanáticas. Es un buen día para reflexionar sobre todo esto. Este fragmento de mi novela no contiene ninguna verdad esencial, o eso creo. Sólo pretende incitar a extraer conclusiones menos obvias sobre el caso. Es Álex Franco quien habla. No necesito decir que no comparto todas sus opiniones.]

Leo en la red algunos artículos en francés y en inglés sobre el mundo constituido tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. Veo también algunos de los canales de las televisiones americanas, sobre todo la Fox y la CNN. No puedo entender cómo caemos en esas trampas retóricas sin darnos cuenta de las secuelas de analizar de ese modo la información disponible. La seguridad del mundo no es el concepto más importante del momento, digan lo que digan lo expertos consultados. Tampoco si la amenaza terrorista es más o menos real, o sentida por la población. Pienso que estas ideas se derivan del hecho de que los supuestos expertos, normalmente a sueldo de los diversos poderes en liza o con intereses comunes, son los únicos a quienes se concede el privilegio de poder opinar. Gran error estratégico. El colmo es que nos hemos tragado la propaganda hasta el punto de que creemos que un país como los Estados Unidos está haciendo todos los esfuerzos imaginables para capturar a Bin Laden. El candor de la opinión pública, intencionado o no, es insondable. El presidente Bush no puede tener ningún interés en ahorcar de un raquítico árbol afgano, con una vieja soga recuperada de una anticuada película del oeste, al nuevo Viejo de la Montaña y líder renovado de la secta criminal y narcotizada de los Hassissin, por la sencilla razón de que preservando su vida para que siga dirigiendo operaciones terroristas espectrales y enviando de tanto en tanto comunicados apocalípticos a un mundo que ha dejado de tomárselos a risa, es como cumple a la perfección con el papel que se le ha asignado en esta comedia sangrienta cuyo escenario geopolítico ocupa hoy toda la tierra. Su existencia indemostrable sirve de pretexto para tener al mundo entero bajo control, como rehenes de una situación indeseable que favorece sólo los intereses de los fundamentalistas de todo signo. Cristianos, judíos o árabes sólo pueden desear enfrentarse a líderes como los que ahora mismo defienden sus respectivos intereses, pues en la confrontación y la radicalidad de sus ideales se entienden mucho mejor que con el verdadero enemigo que no es otro que todo aquel que no comparta su visión ciega, trasnochada y fanática de la existencia humana…

Una semana después de cruzar la frontera del aeropuerto sigo pensando que vivo recluido en un campo de concentración inconsciente del que la mayor parte de la población de este país, que no abandona nunca sus fronteras así llamadas naturales, sobrevive ignorando su condición reclusa por pura comodidad. Peor aún, tomando por realidad el simulacro disneyficado por el que transitan a diario con sus coches automáticos (el transporte público sólo queda para los freaks y los parias de la tierra). No niego que la soledad y el aislamiento que gravitan en este momento sobre mi vida condicionen esta perspectiva negativa sobre mi entorno. Pero creo que no exagero. Es la primera vez que me planteo esta fecha conmemorativa como una oportunidad seria de reflexión. En definitiva, lo que ocurrió hace cinco años dejó con el culo al aire a todo un país y al sistema que lo monopoliza de modo abusivo. Fue como un acto brutal por el que quedó a la vista de cuantos quisieran mirar sin escrúpulos la desnudez total de un sistema de organización del mundo fundado en incontables mixtificaciones y mitos banales. Detrás de la ostentosa fachada del WTC no había nada más que otra fachada y eso ni siquiera los terroristas, creyentes en sólidos fundamentos y ontologías trascendentes, aunque devotos de la nada en el fondo de sus corazones, fueron capaces de preverlo. El acontecimiento se les fue de las manos a todos, los que lo planearon y realizaron y los que debían haberlo evitado, y todos, por tanto, quedaron con sus nalgas expuestas al aire recalentado por la combustión del queroseno de los aviones estrellados, aunque casi nadie parezca haberse dado cuenta todavía. El espectáculo mereció la pena sólo por esta revelación fundamental. Sin el millar de víctimas, que actuaron de pantalla para un poder que los tomó como rehenes a fin de encubrir sus flagrantes insuficiencias y retorcidos intereses, lo habríamos podido ver todos con más claridad. Sin esa devastadora perturbación que suponían los cuerpos destrozados o la gente saltando al vacío desde las ventanas de las torres, no habrían podido ocultarlo con tanta eficacia. Por esto, entre otras muchas razones, no quiero volver a Nueva York, no quiero pisar más el suelo de Manhattan, no quiero saber nada de los barrios que una vez amé al mismo tiempo que prodigaba mi amor a quien me acompañaba en cada viaje particular. (A veces fuiste tú, Veronique, no deberías olvidarlo.) Acabó su hechizo metropolitano, acabó su majestuoso reinado sobre el imaginario colectivo de turistas y consumidores. Ahora puedo verla como siempre intuí a esa ciudad multitudinaria, un vulgar truco de luz y arquitectura destinado a la mentalidad de la clase media planetaria y erigido como monumento al sistema que no supo protegerla de sus enemigos. Me duele tirar a la basura todos mis maravillosos recuerdos de la ciudad, tantas cosas vividas entre sus paredes de acero y cristal. Es una catarsis necesaria en un día dedicado a la propaganda estatal como éste…

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EL SENTIMIENTO CÓMICO DE LA VIDA


Aquí están de nuevo estos “tres tristes tigres”[i] para hacernos reír, como los hermanos Marx, con sus aventuras nocturnas en una Habana de ensueño creada o recreada por las palabras de ese mago verbal que fue, hasta el último estertor, Guillermo Cabrera Infante.

Es paradójico este retorno pues ocurre de la mano de un matrimonio de profesores cubanos exiliados en Estados Unidos, Nivia Montenegro y Enrico María Santí, en una de las colecciones académicas más prestigiosas, “Letras Hispánicas”. En cierto modo, recuerda a la delirante trama de una película de los Marx la inclusión de este texto indómito y subversivo como pocos en una camisa de fuerza de prólogos teóricos, dispositivos didácticos y cuantiosas anotaciones a pie de página. No obstante, hay que agradecer el notable esfuerzo de los preparadores de esta edición crítica de una novela que con el tiempo ha ido perdiendo lectores, por desgracia, sin perder un ápice de su reputación[ii].

Como bien dicen los editores se trata de “la novela más audaz del llamado «boom» hispanoamericano de los sesenta”. Bastaría compararla con otras novelas coetáneas para descubrir que esa audacia atribuida no radica sólo en el lenguaje, revolucionario, o en la representación sensorial de una realidad tan provocativa y sugerente como la cubana de aquellos años, sino, sobre todo, en su innovadora construcción novelística. Cabrera Infante desmontó los planos de esa realidad en tantas capas y estratos que su reconstrucción posterior, mezclándolas al ritmo de una prosa musical arrebatadora, no podía sino causar asombro y fascinación. Y es que TTT daba un paso más allá, como repetiría con deslumbrante éxito en La Habana para un infante difunto y a menor escala en la póstuma La ninfa inconstante, al involucrar literatura y vida en un mecanismo mimético saboteado en todo momento por la ironía y la comicidad, los juegos verbales, el ingenio desbocado, las parodias literarias y los ejercicios de estilo.

Un error frecuente entre especialistas consiste en insertar esta novela fabulosa en una supuesta tradición cubana, desvinculándola de la corriente carnavalesca que viene de la antigua sátira menipea y llega hasta Joyce, Flann O´Brien, Nabokov o Raymond Queneau, pasando por Rabelais, Cervantes, Sterne y Machado de Assis. En este sentido, el gran logro del libro reside en su polifonía narrativa. Exceptuados el “Prólogo” y el “Epílogo”, donde cobran voz el maestro de ceremonias del cabaret Tropicana y una loca en un parque para expresar, respectivamente, la entrada teatral en un mundo de ficciones sociales y una salida a través de la locura de una situación imposible, y “Los debutantes”, donde aparecen voces femeninas, los capítulos restantes se organizan sobre todo en torno de las voces singulares de los “tigres” protagonistas (Silvestre, Arsenio, Eribó, Códac, Bustrófedon) y los relatos de sus hilarantes andanzas por una Habana que se transfigura en un laberinto lúdico de encuentros y desencuentros carnales.

A menudo se han privilegiado capítulos concretos sobre un todo narrativo que siempre fue percibido, por la crítica más conservadora, como caótico y fragmentario. Es comprensible que la serie “Ella cantaba boleros”, donde se narra la historia truncada de La Estrella, una cantante de cualidades hiperbólicas, tanto musicales como vitales, haya encandilado a muchos con su descripción excesiva y sentimental del submundo nocturno de clubes y cabarets. Por otra parte, “La casa de los espejos”, sobre el encuentro en dos tiempos del narrador con dos modelos cuyo desparpajo verbal sólo es superado por su exuberante belleza y artificio cosmético, es uno de los textos más complejos y técnicamente impecables de cuantos escribiera Cabrera (la versión más verídica de esta historia aparece en Cuerpos divinos en el relato de las relaciones del autor con las modelos Lydia y Nora).

Pero TTT no sería lo que es sin esa “Bachata” final que funciona como cuadratura espectacular de esta novela caleidoscópica. Un alucinante viaje en coche por La Habana, durante una tarde y una noche que se prolongan hasta el amanecer tropical, de dos amigos (Silvestre y Arsenio) que tienen demasiadas cosas que contarse y otras tantas que ocultar, lo que da lugar a uno de los diálogos más digresivos y divertidos de la historia de la literatura, mientras desfilan, interminables, los bares, las amigas, los chistes, las parodias, las confidencias, los recuerdos, las alusiones, con la tristeza como ruido de fondo de todo el humor y la alegría desplegados: la tristeza por una juventud cuyo esplendor se desvanece sin remedio y por una ciudad fastuosa que, después de la revolución, no volverá a ser la misma.

Sin esa nostalgia y esa melancolía por el tiempo perdido, irreversible, el sentimiento cómico de la vida que transmite esta novela excepcional no tendría el mismo efecto explosivo. Un cóctel efervescente y tóxico.


i] G. Cabrera Infante, Tres Tristes Tigres, Ediciones Cátedra, 2010.

[ii] Comencé a leer esta novela única en su género, no se me olvidará nunca, en junio de 1983, en un período especialmente turbulento de mi extrema juventud. No la termino de leer nunca (hace un par de meses, con ocasión de esta reedición crítica y como complemento a la lectura de Cuerpos divinos, volví a hacerlo, con el mismo júbilo y el mismo placer de siempre, si no más). Pasa el tiempo, se consumen las ediciones, las reediciones, las lecturas y relecturas y hay algo, además de la potencia inaudita del texto, que no decae: la resistencia que desde el primer día sienten muchos lectores a adentrarse en estas páginas gozosas como pocas pese a/gracias a su aparente dificultad. La fraternidad de amigos de TTT, no obstante, consuela de tan tenaz oposición: Juan Goytisolo, Fernando Savater, Vicente Molina Foix, Julio Ortega, Basilio Baltasar, Rosa Pereda, Alberto Fuguet, Edmundo Paz Soldán, Ángel Esteban, Pablo Mediavilla… Si no fuera porque el culto a TTT es una prolongación de nuestro individualismo más feraz, debíamos constituir cuanto antes una “Hermandad de amigos de Cabrera Infante” con el fin de preservarlo de muchas cosas (algunas innombrables) pero sobre todo de una: su encierro provinciano en las lindes castrofóbicas de la subsede cubana del “boom”…

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EPITAFIO PARA JOSÉ LUIS BREA (II)

No hay mejor epitafio para José Luis Brea que la invitación a su lectura. Quede para otra ocasión, no muy lejana, el relato de mis relaciones con él, intelectuales y personales. Ha sido uno de los pensadores que más me ha influenciado del mejor modo en que puede hacerlo un pensador de verdad: incitando a pensar, con él o a partir de él, en derivas libres. Así pues, recomiendo como único epitafio a la altura de su proyecto este escrito póstumo publicado ayer mismo en Salon Kritik:

MINERALIDAD ABSOLUTA (EL CRISTAL SE VENGA)

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EPITAFIO PARA JOSÉ LUIS BREA (I)

Comprendí que cualquier palabra hubiera sencillamente desmerecido su nombre y por primera vez fui consciente de que lo importante es el nombre, que sólo el nombre queda, y que todo lo restante palidece a su lado.

JLB

Ha muerto José Luis Brea. La noticia me conmociona. Mis palabras brotan de la emoción, por eso serán torpes, imprecisas, ruidos groseros para acallar el silencio insoportable de una desaparición. Sabía que estaba enfermo, que sufría con la quimioterapia, que a pesar de todo su temperamento vital deleuziano encontraba en esas dolorosas sesiones no un recordatorio de la muerte sino un intensificador paradójico de la vida. Sabía que se había casado hace unos días con Maria Virginia, que a pesar de todo eran felices juntos. Saber que ha muerto disminuye mi simpatía hacia la vida. Lo siento. Saber que la vida ultraja así a hombres y a mujeres sólo confirma mi idea de que la vida es fascista. La muerte de mi padre hace una década me lo descubrió. La de Brea me lo confirma hoy. Sí, la vida es fascista porque tortura y mata con infinita crueldad, con salvaje ensañamiento, sin compasión ni arrepentimiento. La vida es fascista, sí, y no merece el culto ideológico que, como tontos, le consagramos. Nada iguala el frenesí de la vida en destruirnos. Nadie extermina más que la vida. Ningún genocida puede equipararse a ella en voluntad de exterminio. Confirmando su reflexión sobre los epitafios, su nombre, el de Brea, quedará. Todo lo que se le opuso palidecerá…

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EL ORIGEN DEL MAL

El desprecio de lo femenino sostiene todavía el edificio conceptual de los paladines del ideal ascético. De manera que la elaboración de una teoría del libertinaje supone la superación de la misoginia y su aniquilamiento. Pues este aborrecimiento procede del miedo y de los fantasmas de una masculinidad mal resuelta, vivida al estilo arrogante de la violencia y la agresividad. Toda virilidad digna de este nombre debe proceder de la fuerza –lo contrario de la violencia-, y del deseo de que la misma fuerza excite al cuerpo, a la carne y al alma de las mujeres.

Michel Onfray

Como todo el mundo sabe, este blog ha sido tachado por fundamentalistas de inmoral, ofensivo o dudoso. No nos engañemos. El problema no ha sido la imagen, ni su obscenidad, ni su carácter pornográfico. O no sólo. El problema ha estado más bien en la asociación de imagen y texto. En la concatenación de ideas entre el célebre icono de Courbet, de una impudicia y una indecencia intolerables aún hoy para los sectarios y los obtusos de siempre, una profanación del foco sacramental de la visión fanática de la realidad, y esta reflexión pertinente sobre la caída de todos los velos, la elisión de la feminidad con que se construye toda versión religiosa, sublime o sagrada del mundo:

Hoy que tanto se discute sobre velos y burkas, y se asiste impotente a través de la televisión e internet a espantosas lapidaciones de mujeres y ablaciones de clítoris, convendría recordar por decencia intelectual las lúcidas palabras de Savatier acerca de este cuadro subversivo que “representa al mismo tiempo el blasón universal de la heráldica femenina y un himno a la libertad, la de crear y pensar liberándose de los tabúes engendrados por el odio al cuerpo que las religiones y filosofías nacidas en la cuenca mediterránea habían intentado dictar al mundo”.

Por una vez, la palabra más que la imagen. O la palabra potenciada por la imagen. La denuncia doblemente gráfica del “punto ciego de la especie”. En este sentido, no creamos que la mentalidad medieval o victoriana sea cosa del pasado. Un atavismo superado. Una ideología trasnochada. El control de las imágenes y el control de las palabras gravitan sobre nosotros tanto como antes, si no más, aunque por astucia se disfracen con otros nombres, se disimulen bajo otros signos, apelen a supuestos valores fundamentales, su discreción pase por una más refinada variante de la educación y el respeto. Lo sucedido no invita, por tanto, a la claudicación o el silencio sino a la exacerbación del discurso. La promulgación del exceso verbal, el libertinaje de las palabras y las imágenes, como medio de una expresión libre de trabas y corsés intelectuales. La así llamada incorrección política no es una actitud más en este contexto. Una voz más en la controversia. Es el gesto de afiliación imprescindible para indicar que uno no se alinea con los fanáticos, los comisarios, los censores, los cínicos, los puritanos, los asesinos o los hipócritas. Mucho menos con la diplomacia cultural, otra máscara cínica. Contra esas formas conformistas de renuncia, sólo cabe ostentar políticas libertarias del discurso, el gusto, la acción y la inteligencia.

Todo mi agradecimiento, pues, a las amigas y amigos que en estas circunstancias manifestaron públicamente su apoyo a este blog y su rechazo a cualquier censura del mismo. Activa o pasiva.

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